julio 03, 2013

Recuerdo Borroso #8: De lentes y cirugías LASIK

A veces extraño los lentes... (Instagram: @franzmovi)

Mi hermana ha dejando de utilizar lentes el día de hoy; después de una larga espera de un año y una falsa alarma de queratocono, le han practicado la cirugía LASIK en la mañana. Ahora mismo se encuentra viendo televisión, tratando de lubricar sus ojos lo mejor posible y esforzándose para no parpadear con demasiada fuerza; dice que le duele y que le molesta el antifaz protector, pero estoy seguro que en una semana estará muerta de risa y feliz de haberse deshecho de sus gruesos grilletes oculares.

Tal como ella me acompañó en mi convalecencia por mi cirugía biliar, yo hice lo mismo para ella; lo primero que se me ocurrió al despertar en la mañana de hoy fue investigar cuántos días habían pasado desde este día y aquella mañana de diciembre de 2006 en la cual la misma oftalmóloga me practicó exactamente la misma cirugía en el mismo hospital, a la edad de 18 años. Para la estadística, han pasado 2385 mañanas entre mi cirugía y la suya; si algo hace la LASIK es cambiarte la vida para siempre.

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No sé si alguna vez lo he contado, pero yo utilicé lentes desde los diez años hasta el final del primer semestre de la carrera; debido a la inseguridad que me causaba tener un aumento tan elevado y de no encontrarle el giro estético a mi miopía, no guardo muchas fotografías de aquellos días. Aquellos ocho años fueron demasiado tortuosos; a cada rato rompía mis gafas, ya fuera en un ataque de neurosis o por algún balonazo en los juegos de futbol o balonmano de la preparatoria. Por supuesto, las erinias del bullying y la timidez crónica nunca me faltaron y muchas me atormentaron hasta muy entrada la etapa universitaria.

La doctora que nos operó, M.G. ha sido compañera de trabajo de mi padre desde hace quince años; desde que la recuerdo, posee una voz dulce y articulada, cabellos delgados, cara redonda como su silueta de uva y ojos pequeños, ligeramente rasgados. Tuve cita para estudios preoperatorios con ella a pocos días de terminar mi primer semestre de universidad; eran tiempos de confusión envueltos en incertidumbre, tenía contemplado cambiarme de carrera por conflictos que no vale la pena recordar. A los pocos días, típica movida de mi padre, tenía cita para la cirugía en un añejo hospital oftalmológico al centro de la ciudad.

Hoy, como hace seis años, estuve en ese lugar tan particular, el cual podría pasar sin problema por despacho de abogados; recordaba vagamente la sala de espera, las escaleras de mármol y latón, las vestiduras de madera en las paredes, el elevador de botones gordos, un viaje a los años setenta. Después de una larga espera platicando con mi padre sobre estándares de calidad hospitalarios y los porqués de que este prestigioso nosocomio no remodelara sus interiores, se comenzó a sentir la extrañeza por la demora de la doctora. Mi hermana tuvo estudios de un día para otro, pasó por dilatación de pupila y por una tomografía ocular; debió dejar sus lentes de contacto para siempre, no podía haber complicaciones.

La doctora llegó más tarde de lo que esperábamos, con la tranquilidad de quien tiene sus pasos y sus movimientos perfectamente administrados; mi hermana era un manojo de nervios desde que se despertó, los destellos de la incertidumbre le sacudían las manos y la voz. Llegó la enfermera para llevarla al quirófano, mi padre partió a acompañarla un poco después; estaba solo en la pequeña habitación, con nada más que mi cuaderno de notas y la pésima programación de la tele abierta en una pequeña pantalla cuadrada Sony Trinitron.

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Debió pasar media hora entre la salida de mi hermana y su regreso, tenía los ojos tapados por gruesas gasas suavemente apretadas por un antifaz protector de plástico transparente; la misma enfermera que se la había llevado le servía ahora como lazarillo, trayéndola de vuelta como trenecito de rueda nupcial. Afuera, varias mujeres caminaban en situación similar, aunque ellas no habían sido cegadas; cuando me operaron, me colocaron unos molestos lentes de contacto cuya espantosa sensación derivó en que parpadeara demás y que mi córnea se arrugara, complicación que requirió que me regresaran al quirófano de emergencia y tuviera que pasar el resto del día siguiente con los ojos vendados. Seis años después, los ojos tapados se han vuelto parte rutinaria de la práctica de la doctora para evitar este tipo de problemas.

Papá nos regresó a casa antes de las 10 de la mañana; después de media pastilla de Rivotril, mi hermana se quedó dormida y yo fui a buscar las gotas que necesitaba. Tras una odisea entre cajeros automáticos y una larga caminata para conseguir las dichosa solución lubricante, pude recuperar algunas horas de sueño. Mientras Egipto vive su coup d'Etat y el gobierno de Barack Obama busca al ex-analista Edward Snowden entre el suéter de Evo Morales, yo escribo esta nota pensando en que me gustaría poder comprarme unos lentes de pasta gruesa para lucir un poco más ñoño e intelectual.

¿Cómo se los explico? Lo dramático e histriónico nadie me lo quitará nunca...

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