septiembre 26, 2012

Berrinches de Novelista Novato #6: Nora

Alyssa Monks (n. 1977)
"Morning After" (2004)
Óleo sobre lino, 127 x 76.2 cm
Colección Particular

Ciudad de México, Noviembre de 2010

En mi defensa, puedo decir que fui el cuerpo del delito; con premeditación, alevosía y ventaja, me secuestraron el corazón, y por el momento no sé si lo recuperaré.

Las cortinas estaban descorridas, las sábanas seguían húmedas, pero el vestigio hueco de su presencia en mi habitación estaba frío; las arrugas sobre la almohada habían capturado un poco de su cabello, su perfume y unas cuantas gotas de su sangre. Miré el despertador, sus grandes números rojos marcaban 07:59; era sábado, estaba totalmente desnuda, tenía resaca y no había porqué correr al baño para apresurarme, así que tomé con calma mi bostezo mientras reconocía mi piel con las manos y me acostumbraba a la luz del alba entrando por la ventana. El gran problema era que él no estaba aquí; nunca percibí su movimiento al desprenderse de mí y levantarse; estaba segura de que me había quedado profundamente dormida navegando en sus brazos como una barca en medio de la tormenta, con el ir y venir de su pecho al respirar, arrullándome en el silencio de su corazón palpitando calor.

Después de tratar de acurrucarme, me di cuenta de que no me volvería a quedar dormida pese al cansancio que sentía; tenía sed, había un vacío en mi estómago, sentía un ligero malestar en mi cabeza y me invadía un lejano aroma a café. Me puse la piyama de franela que estaba bajo las almohadas y caminé hacia la cocina sólo para encontrarme con que estaba definitivamente ausente, desaparecido como un fantasma que transitó frente a mí en un abrir y cerrar de ojos; el café fresco que había dejado detrás en mi cafetera comenzaba a entibiarse y no quedaba otro rastro más que me diera indicios de su presencia por mi hogar.


Serví la taza que me esperaba, le agregué azúcar y me senté sobre el desayunador tratando de hilar los sucesos que nos llevaron hasta aquí; tenía lagunas mentales, estaba acostumbrada a dormir muy poco y olvidarme de todo de golpe, pero con el aroma tostado de una taza de infusión siempre lograba conciliar lo que hice el día anterior y lo que tenía que hacer ahora. Me pregunté dónde había quedado mi Blackberry, supuse que estaba en el bolso que llevaba; fui por él y vi con gran decepción la pantalla con una sola llamada perdida.


Rosario Paniagua     02:32

¿Dónde estaría Rosario?, ¿habría terminado la noche con alguien?. Supuse que ella me llamaría cuando despertara; aún no tenía nada qué contarle, debía hilarlo cuidadosamente, reconstruirlo todo, asumir los actos que me llevaron a dormir con aquel chico cuyo único vestigio fue la taza de café que tuvo el detalle de preparar, no sé si con la intención de que me lo tomara o por el típico hábito que tienen muchas personas de poner dos tazas en caso de requerir más. No importaba en realidad, sentía una sensación de vacío a mi alrededor; tenía que volver a juntar las piezas para poder incorporarme, así que me puse a pensar en el día de ayer mientras ponía la tostadora y esperaba dos rebanadas de pan.

*****

Todo comenzó justo con una llamada, la que Rosario, mi mejor amiga, me hizo durante la hora de la comida; quería confirmar mi asistencia a la cena con nuestras amigas, como todos los últimos viernes de cada mes. El día fue de lo más pesado para ser viernes, siete consultas programadas para terapia desde una semana antes; siete horas de escuchar a personas que llevaban al menos más de seis meses tratando de sobrellevar los quebrantos y las histerias de su vida neurótica; el hombre que no veía su reflejo en los espejos había llegado por fin a la etapa de su infancia y la muchacha del padre mujeriego me estaba hablando de la última pareja de ambos; la señora rica recordó amargamente sus días de menopausia y el técnico de futbol argentino deliraba sobre su atracción hacia la mujer de su súper estrella; el hombre de los treinta y tres gatos se había rasurado la barba nazarena, el exitoso empresario recordaba su fobia juvenil a las alturas y el recién egresado se preguntaba los porqués de no haber hablado hasta los cuatro años.

Mi reloj apuntaba sus manecillas indicando las seis de la tarde cuando salí del despacho, totalmente aturdida después de tratar de poner la mejor de mis atenciones a mis pacientes; juro que no recuerdo lo que el último me estaba diciendo, pero no importa demasiado, he estado pensando en enviarlo con un colega kleiniano, no puedo hacer más por él. Era el turno para elegir de Rosario, y no era difícil saber que cenaríamos en un bar de tapas, la vez pasada había sido italiano; la cita era en la calle de Amsterdam, la Condesa para no variar. Ahí estaba ella, con una copa de Rioja en su mano y la cabeza reposada de manera cansada en la otra, apoyándose sobre una gran barra poblada de sujetos de mediana edad bastante bien parecidos. No me anuncié, ni la besé al saludarla, sólo fui y me senté junto a ella, no había llegado tarde, pero de inmediato insinué que no habría nadie más.

- Las chicas no van a venir hoy. Mude está fuera del país y el hijo de Adri se enfermó.

- Pero más de dos ya somos multitud, ¿no?. - La escandalosa carcajada de Rosario nos levantó de nuestros asientos, nos abrazamos como cuando éramos niñas, sosteniendo mi bolso en el brazo, tratando de no encajarnos las uñas con demasiada fuerza. Rosario era demasiado guapa para tener el rostro ojeroso y desencajado, pero la vida no había sido justa con ella; su ex-marido era lo más parecido a su padre que ella pudo toparse, y tardó una década en darse cuenta del control que ejercía sobre su vida. Habían tenido un hijo, Santiago, que con nueve años aún se preguntaba porqué ya no vivían con papá; trataba de dejar a un lado mi profesión cuando hablaba con ella, ella no quería terapia, me quería a mí, una de sus amigas de toda la vida, nos conocemos desde primero de primaria y no nos hemos separado nunca.

- Pinche Norita, siempre encuentras la forma de hacerme reír. Ni pareces pepsicóloca. En verdad quería hablar contigo hoy, me hace mucha falta.

- Pues venga, la noche es larga y mañana podemos descansar.

Lo que más me gustaba de las cenas de fin de mes, era el hecho de poder escuchar conversaciones frívolas y circunstanciales sin tener que ponerme a pensar en preguntas, y para el arte del buen chisme, sin pelos en la lengua y rico en detalles bochornosos, Rosario se pinta sola. Estábamos hablando de sus compañeros de trabajo, aquellos zoquetes hijos de mami que la asedian esperando invitaciones a su casa y desayuno en la cama al día siguiente; demasiado jóvenes e inseguros que incluso la decisión más trivial, como dónde ir a comer o el número de cucharadas en el café, les pone los pelos de punta. Y qué decir de las mustias de las colegas y las secretarias, siempre con sus cuellitos levantados frente al jefe, pero afilando las uñas siempre que se veían unas a las otras en los pasillos o en el elevador; Chayito querida, como la llamaban, adoraba lidiar con las lenguas bífidas de aquel nido de tepocatas ponzoñosas. Yo, naturalmente, risa y risa, vermouth tras vermouth, copa tras copa de vino, tapa tras tapa, no tenía que hablar, parecía que mis carcajadas le decían justo lo que tenía que decir.

- ¿Sabes qué? Yo creo que deberías preocuparte menos por eso y buscar personas diferentes.

- ¿Y tú qué? Llevas años sin un novio, y no me vayas a decir que Arturo porque llevas de entrada por salida con él desde hace diecisiete años y nada de nada.

- ¿Arturo? Si no fuera porque sólo se dedica a sus negocios, seguro tendríamos algo más desde hace muchos años. Nunca sentí que fuera lo más importante para él.

- Pero seguían buscándose como desesperados. ¿No?

- Sí, lo admito, siempre que lo dejaba de ver se volvía más atractivo. No entiendo porqué no he logrado superarlo. No me culpo, él no me ha superado a mí, y en la cama los pretextos no valen. - la verdad se completaba con una frase, convivíamos mejor separados.

- No seas sucia Nora. ¿En serio no te has acostado con nadie aparte de él? - Guardé silencio mientras buscaba apagar el tema con una mirada fría, como la que ponía sobre el diván cuando mis pacientes encontraban un trauma en su soliloquio. Consideremos que Rosario es una mujer de 1.78 de estatura, percherona y de cabello castaño larguísimo, cuya presencia lograba eclipsar cualquier intento ajeno de coquetería involuntaria.

Al paso de la plática, se me pasó el tiempo lentamente, con Rosario podía estar platicando toda la vida, no había necesidad de tomar notas ni de tomar el tiempo en el reloj, pero nos hacía falta algo para redondear una noche de solteronas con un momento de silencio y una mala idea que sonaba melodiosa en mi cabeza. No lo pensé, sólo salió de mi boca como quien dijera lo primero que le viene a la cabeza.

- Creo que necesitamos conocer chicos nuevos, ¿no crees?

- ¿Es lo que quieres? Pues estamos perdiendo el tiempo sentadas aquí. ¿Estás dispuesta a salir de cacería? ¿Quieres ligarte un jovencito?.

- Pues no tengo nada qué perder. - No sabía lo que pedía, pero estaba tan eufórica por el alcohol y la comida que cualquier encuentro casual sonaba a buena idea. Tenía certeza de que había perdido un poco de sentido común, pero no tenía la más recóndita idea de cuánto.


*****

Después de hacer un brainstorm de lugares para pasar el rato durante la sobremesa, nos dimos cuenta que sería menester hacer escala en nuestras casa para cambiarnos de ropa; dos oficinistas en la mitad de sus treintas en un antro de gente más joven no llenarían el ojo de los cadeneros, pero confiábamos en que estamos bastante bien conservadas y que el factor little dress con fancy shoes nos ayudaría a conseguirlo de inmediato. Rosario iría a recogerme a las diez, me dijo que Santiago se quedaría con su abuela esa noche, que no habría problema, me dijo que no me tardara en salir, que tenía mucho tiempo para estar lista.

No recordaba la última vez que tuve un plan para salir a bailar con alguna de mis amigas, supongo que el aura del psicoanálisis que me volvió hacia los peinados de chongo, los cuellos de tortuga, los lentes de pasta y la ausencia de maquillaje había ocultado muy bien que fui en mi mocedad una chica que le gustaba divertirse; no era por ser estirada, sólo que no quería enamorar a alguno de mis pacientes como Demi Moore enamoró a Stanley Tucci en una de las tantas tramas de Los Secretos de Harry. Lo admito, soy guapa y peco de vanidosa, por lo que cualquier podría insinuar que tomé un baño a conciencia, con pausadas escalas en mis largas piernas, en mi busto firme, en mi suave vientre y en mi cabello oscuro; salí de la ducha totalmente fresca y limpia, pero en mi cabeza mi líbido se había despertado como una niña inquieta corriendo por los caminos de mi sangre hirviente, dispuesta a ensuciarse con el primer charco que se encontrara.

El cuerpo me pedía sentirme sensual, tenía ganas de incienso, café y un álbum de Van Morrison, así que puse a andar la cafetera, prendí una vara de incienso y corrí el Moondance en mi iPod. Del fondo de mi guardarropa, saqué mi little black dress favorito, satinado, corto y ceñido para resaltar mis curvas, con tirantes anchos y escote en "V"; quería divertirme con detalles poco ortodoxos, así que me puse lencería a modo, un cinturón delgado blanco, aretes de plata, brazaletes de bisutería y unos pumps blanco y negro con corte tipo Oxford. Dejé que mi cabello corriera suelto, me perfumé con un poco de Fidji de Guy Laroche y me puse un pequeño bombín para complementar mi outfit.

Cuando salí de mi edificio, Rosario me esperaba en su camioneta con una sonrisa examinadora en el rostro. Ella vestía mucho más conservadora, con un vestido crepé de lana con cuello alto, un dije de plata, medias negras y los Louboutin negros que Mude le había regalado en su último cumpleaños; pensé que en medio de una pista de baile, sentiría más los efectos sofocantes del calor en medio de hordas de personas bailando como poseídos al ritmo de poderosos ritmos electrónicos, reggaeton y clásicos de música disco. Cuando subí al asiento del copiloto, me di cuenta que había compilado un playlist con todos mis placeres culpables musicales para derretirme y ponerme en ritmo de fiesta; hablamos por supuesto de canciones de Jamiroquai, Ace of Base, los Amigos Invisibles, Sussie 4, Nortec y cumbias de salón, por no hablar de mi punto débil, todas las bailables de Mecano, Fey y Kabah. Me sentí como una chavita de 23 años cantando a todo pulmón "Azúcar Amargo" mientras hacía los movimientos de manos del video promocional, sólo me faltaba la escalera de incendios en llamas y los jeans deslavados rotos. Si mis colegas me vieran, no lo creerían, pero era lo bueno de estar con amigas, había ridículos peores que ellas habían cometido en veinticinco años juntas con los cuales podía sonsacarlas.

- Tú eres la verdadera chica de humo, Norita. Todos los hombres van a querer estar detrás de ti. - en pocas palabras, había despertado la lobuki que tenía dormida muy dentro de mí. En alguna parte de mi subconsciente, comenzaron a hervir unos instintos de diosa licántropa, y el frío de noviembre no hizo mella en mis piernas. De lunes a viernes, era la licenciada Fajardo, la terapeuta amargada del gran diván de piel imitación, el tapete persa, las sinfonías de Mahler y las cortes de sesión, pero esa noche tenía la intención de ser sólo Nora, una mujer excéntrica buscando descargar su neurosis en una pista de baile entre sudores, gritos, baile y salón.


*****

Llegamos a un antro de gran alcurnia en pleno Polanco, no me hagan recordar el nombre, pero tengo entendido que Rosario y Adriana lo conocen mejor de lo que aparentan; era temprano, casi las 10 y la gente se apiñaba alrededor de la entrada para ser admitida, lo cual no fue problema cuando mi amiga vio a los ojos al cadenero. Entramos al lugar junto a otras dos parejas; el hombre de la entrada, un sujeto fornido de nuestra edad que se hacía llamar Jaime, nos saludó efusivamente. Mira, ella es Nora, una amiga de toda la vida. ¿Por qué no habías venido antes guapa?. Salúdame a Adriana, dile que cuándo viene. Fuimos de inmediato hacia la barra. Tienes que probar los Cosmopolitans que preparan aquí, están buenísimos. No había duda, tenía años que no tomaba un martini como ése, pero lo que quería más que nada era bailar, toda la noche, hasta el amanecer si era preciso, hasta desfallecer si el cuerpo lo pedía.

Todo era lasers, iluminación azulada, pantallas, música house y el movimiento incansable de miles de humanos bailando de mil maneras, ocultos por el anonimato y el efecto tóxico de alcohol que corría a raudales entre botellas de champagne y cubas sudadas. Salimos a bailar, mirándonos una a la otra, corriendo y saltando como adolescentes en su primera noche de fiesta, no nos importaban los pasos anacrónicos ni la diferencia de edades, nos la estábamos pasando bomba y nadie nos podía detener; los bolsos en nuestras manos no importaban, ni los flashes de los chiquillos que posaban a nuestro lado mostrando sus ridículas duckfaces que con tanto esnobismo mostraban en internet. Entre canciones de Timbiriche, voces sin sentido, pegajosos remixes de Lady Gaga y el ir y venir de los martinis, se pasaron los minutos como suspiros. Comenzó una rueda de fiesta a eso de las dos de la tarde, Rosario se movió hacia el centro de la pista, no volvería a verla por el resto de la noche.

Sus manos me tocaron por primera vez en medio de una gran víbora de la mar adornada por globos, máscaras, fuegos artificiales y el "Disco Samba", más de boda que de antro fresa; primero me sostuvo de los hombros para no romper la cadena, después en las caderas con una calidez a la que no pude ser indiferente. En el momento en que intuí que aquellas grandes manos transmitían suficiente fuerza para rodearme la cintura y acariciarme las mejillas con la misma intensidad, no dudé en voltearme para conocer su rostro. Ninguno de los dos se esperó lo que buscaba, él era al menos diez años más joven, piel apiñonada, cuerpo ejercitado, cabello crespo alborotado y la infancia encerrada en sus ojos y en una sonrisa ligeramente mordida; estaba segura que él esperaba a una mujer más joven, pero le ganó la curiosidad, o tal vez el instinto de tener gran parte de la pelea ganada al verme totalmente perpleja tras haber dado el primer paso, o más acorde, un giro de 180 grados. Me gritó algo sobre bailar, mi oído estaba demasiado estimulado, pero yo sólo le seguí el juego, a final de cuentas ése era mi plan original.

El DJ estaba haciendo un remix de Radiohead bastante ad hoc para mi mood, el movimiento había caído en un reposo sublime y sensual, las miradas confusas apuntaban hacia la oscuridad sólo para ser aceleradas de nuevo. Lo único que sabía del chico que tenía frente a mí era que se llama Rodolfo, que es un abogado y que también había perdido a sus amigos en medio del relajo; tenía datos suficientes por ahora. Los cuerpos cada vez guardaban menos su distancia, las manos iban rompiendo límites, las piernas dejaban la energía en cada compás; de un minuto para otro, lo tenía agachado ligeramente, nuestros ojos cercanos, besándonos con la espontaneidad de quien pide un último deseo antes de despertar.


*****

No sé cómo fue que se tomó la decisión de que fuéramos a mi departamento, mi embriaguez y mi calentura no suelen dar explicaciones durante el martirio del día después; sólo recuerdo sus labios sorbiendo los míos con su sabor a malta y dulce de menta mientras me quitaba el sombrero y reconocía esas caderas que lo hicieron derrapar ante mi coquetería. Mis zapatos cayeron de mi mano con un sonido seco sobre el piso, se me olvidó el entumecimiento de los pies con su ardor embravecido; sólo quería llevar sus manos a su pecho y desprenderle la camisa, blanca y radiante como la corona de un sol eclipsado. Recibí con sorpresa el vello de su pecho, transgrediendo los bordes de mis labios, las yemas curiosas de mis dedos, la punta de mi nariz tratando de reconstruir el jabón de su baño, la frescura de su perfume, el movimiento del peine sobre su cabello; mordisqueé el lóbulo de su oreja, traté de calcar el caos en su barba de tres días con mi lengua, exigí sus labios para los míos, até sus palabras y le extraje la voz.

Como si fuera un niño de secundaria, me acariciaba por encima de la ropa; apenas y se había acercado al cierre de mi espalda, sólo para acariciar mi cuello y conocer la fuente de esencias que se formaba en mi cabello. Para calmar mi espera, caminé hacia la habitación, empujándolo con mis pasos como en un baile de tango, procurando que no dejara de tocarme, procurando que no dejara de besarme; cuando llegamos al borde del colchón, lo despojé de su camisa, lo aventé hacia la cama y me deshice del vestido interrumpiendo la gravedad con mis hombros, luego con mis brazos y al final con mis caderas. Aplaqué sus manos con las mías, me recosté a su lado e hice una extraña reverencia a su miembro, erecto y oculto tras esos pantalones azul marino, aprisionado por la etiqueta y el decoro; con un desabroche torpe, lo puse frente a mí, lo acaricié como quien tocara un ave inquieta y lo acorralé entre mi puño inquieto. Entre los bolsillos de su pantalón, él sacó un preservativo, el cual le arrebaté, agradeciendo la responsabilidad con una sonrisa burlona mientras lo abría y se lo colocaba.

No tengo idea de cuánto tiempo estuve ahí, pero traté de chuparlo lo mejor que mi mareo etílico me permitió, al punto de que no me quejé cuando me levantó con un poderoso movimiento de brazos para tumbarme en la cama y regresarme el detalle; fueron los minutos que más disfruté de aquel encuentro, no había sentido esa vibración y esa humedad tan exquisita recorriendo mi vientre como una serpiente reptante acorralada buscando destrozarme para liberarse y devorar al hombre que acariciaba y besaba mis pechos como si fueran alabastro pulido, calostro primigenio, flores de terciopelo. Bajo mis cortinas se colaba la tenue luz de una luna menguante, y creyendo que podría estar riéndose de mí, me llevó al impulso de abrirle el paso para ver su facia blanquecina; el joven Rodolfo no dejaba de perseguirme, apoyó mi pecho contra el vidrio helado, y mientras acomodaba mi cadera y separaba mis piernas para penetrarme en un movimiento suave y profundo, besando con fervor los bordes de mis omóplatos y mordiendo mi cuello con la pericia de un carente y abnegado Don Juan. Desafortunadamente para él, no logré escuchar las palabras que me recitaba en el oído, estaba demasiado preocupada en que la luna y los vecinos se dieran cuenta de que mi habitación se incendiaba y que la muerte es demasiado pequeña cuando se desfallece por debilidad de la carne.

El toro salvaje de la ventana me había arropado en su envestida de vaivenes impredecibles, y justo cuando mis sentidos volvían a recuperar su equilibrio inestable, justo cuando el aliento parecía terminársele, él encontraba mi sudor, mi cadera y mi perfume para recuperarse y volver a comenzar. Yo sólo era una hoja que corría los rumbos del viento, un grano de arena frente a su feroz océano; cuando las nubes cubrieron a la luna y nuestras llaves de salvación se quebraron en forma de una llama extinguiéndose en la insipiente oscuridad, nos tumbamos en el colchón, él abrazando mi cintura, yo guiando sus manos hacia todo el resto de mi cuerpo, mi vientre, mis piernas y de vuelta hacia mis pechos en flor como prístinos alcatraces. Acurrucados por la noche de estrellas pausadas en la inmensidad del universo, nos dimos un último suspiro antes de desahuciarnos en forma de sueño profundo.


*****

¿Volveremos a vernos?. No estoy segura, ¿es lo que quieres?, no siempre me veo tan joven y radiante. ¿Me darías la oportunidad?, ¿andarías con alguien como yo?. Por supuesto, pero no te van a agradar las consecuencias, y eres demasiado hermoso para que te lastimen. Vamos Nora, conectamos muy bien, ¿por qué no lo intentamos?, me muero por conocerte mucho más. Dudo que quieras meterte con una mujer como yo. Déjame intentarlo, por favor.

¡Clack! El sonido de la tostadora me hizo regresar de mis pensamientos; frente a mí, sólo estaba la taza de café a la mitad, un frasco de mermelada de zarzamora, queso crema para untar y mi Blackberry. Al untar las tostadas, sólo pensaba en él, su pelo crespo y su sonrisa retorcida; pensaba en sus caricias, en sus besos, en el misterio velado de su cuerpo. Ahora mismo estaba considerando darle esa oportunidad para conocerme, comencé a fantasear con comerle el corazón y enseñarle que poseerme era más complejo que sólo cogerme; que si quería aprender a quererme, debía cuidarme, mimarme, atenderme, y lo más importante, soportarme. Porque ni mi padre, ni mi hermano, ni Arturo, ni Freud, ni Lacan, los únicos hombres constantes en mis treinta y seis años de existencia, habían logrado hacerme aceptar que era más imperfecta y neurótica de lo que pensaba, como la mordida que justo en ese momento le daba a ese pedazo de pan entre mis dedos.

La Blackberry marcaba 8:31 cuando sonó el timbre del citófono; descolgué la bocina como quien no tuviera la mínima intención de recibir visitas.

- Sí, diga.

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